23.

El aire en la habitación era espeso, cargado con el leve aroma a antiséptico que aún flotaba en el botiquín abierto sobre la mesa de noche. Yo estaba boca abajo sobre la cama, con el edredón arrugado bajo mi cuerpo, la piel de mi espalda expuesta siendo marcada por varias líneas rojas e inflamadas donde la caída de las escaleras dejó su huella. Mi vestido hecho jirones apenas alcanzaba a cubrir la curva de mi espalda, dejando al descubierto las manchas violáceas de los moretons sobre mi piel.

Cada respiración era un suspiro contenido, un recordatorio de que el dolor aún pulsaba bajo la superficie, aunque no tan intenso como antes.

La puerta se abrió con un crujido casi imperceptible, y mis sentidos se agudizaron al escuchar sus pasos acercándose. No necesitaba voltear para saber que era él; el modo en que el colchón cedió bajo su peso, el aroma a madera y jabón que lo acompañaba, la manera en que el aire parecía electrizarse a su alrededor. Se detuvo junto a la cama, y por alguna razó
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