CAPÍTULO 48: ARENA Y FUEGO
Jacob
No le digo nada, solo sonrío y nos subimos a un taxi que está afuera. Ella va con la ventana entreabierta y la cabeza recostada, mirando la ciudad de reojo, como si pudiera agarrarla a puñados. No hablamos; no hace falta. Le digo al conductor que tome el desvío antes de la rotonda y el camino se vuelve una cinta negra hacia el mar. Las luces desaparecen de a pocos. La luna, en cambio, crece.
Nos deja en la línea costera donde empieza la arena. Ambos caminamos tambaleándonos y riendo hasta que llegamos junto a las rocas que conocen nuestros nombres. El rumor del agua nos recibe con ese ritmo antiguo que ordena las cosas. La arena está fresca y el viento trae sal y memoria.
Ella me mira. No con la claridad de la sobriedad, sino con esos ojos brillantes que dicen lo que de día se atreve a callar. Se tambalea un poco, y yo la sostengo por la cintura. Su aliento huele a ron y a libertad.
—De nuevo me trajiste aquí —susurra, ladeando la cabeza, casi divertid