Isabella
Isabella, la mucama, había muerto. La hora oficial del deceso fue el día anterior en ese maldito salón de belleza a manos de una japonesa masoquita, que me hizo gritar hasta quedarme ronca. Mi piel ardía como si me consumieran llamas, y en ese instante, una nueva faceta de mí misma emergió con voracidad.
—Isabella, esto no tiene vuelta atrás —masculló Jacob entre sorbos de whisky.
Él no lo comprendía, pero Owen sí. La lujuria emanaba de él en oleadas sofocantes. Derramó el vino por su barbilla sin dignarse a limpiarlo; le importaba un bledo.
Retrocedí un paso, deslicé el cierre de mi vestido y lo dejé caer a mis pies como un susurro de seda. Sus miradas se clavaron en mis pechos, tersos y libres de marcas. Owen se abalanzó sobre mí, aferró mis nalgas con una mano mientras la otra recorría mi abdomen hasta rozar la tela de mi ropa interior.
—Jacob... —llamé con voz ronca. Él observaba, con las fosas nasales palpitantes y la respiración entrecortada—. No te quedes ahí.