En el centro, sobre un altar de granito pulido por siglos de lluvias, yacía Lois, inmovilizada por cuerdas de cuero trenzado que mordían su piel pálida. Su vestido negro, ahora arrugado y manchado de tierra, se adhería a su cuerpo como una segunda piel, y sus ojos, vidriosos por el veneno inyectado en la nuca, parpadeaban con un terror sordo que no podía articular. El compuesto —un elixir de belladona y raíces de sauce lunar— paralizaba sus músculos, pero no su mente; la mantenía consciente, atrapada en un limbo de vigilia forzada. Peor aún, bloqueaba el vínculo: un muro invisible que ahogaba cualquier eco de Emmanuel o Ezequiel, dejando a Lois aislada en su propio horror.
Morgana se erguía al borde del altar, su silueta recortada contra el fuego como una diosa vengativa. Su rostro, usualmente sereno y calculador, estaba tenso bajo la capucha, las líneas de preocupación grabadas en su frente como surcos en la corteza de un árbol antiguo. Desde que Enzo, el vampiro astuto con ojos de s