La cena había sido un torbellino de platos humeantes y conversaciones entretejidas con sonrisas calculadas, un ritual social que Lois navegaba con la gracia de quien camina sobre vidrios rotos. El salón principal de la mansión bullía con vida: mesas largas cargadas de carnes asadas, vinos especiados y postres que brillaban bajo las arañas de cristal. Muchas almas —Alfas de manadas distantes, sus acompañantes con ojos afilados como cuchillos, y la propia familia extendida de la manada— llenaban el espacio con un murmullo constante, un zumbido de poder y curiosidad. Emmanuel y Ezequiel se habían convertido en el centro de un remolino de saludos y preguntas diplomáticas casi de inmediato: un Alfa de las Colinas del Norte interrogando sobre alianzas fronterizas, una Beta sureña susurrando sobre tratados con vampiros. Lois casi lo agradecía; les daba espacio para respirar, para ser el ancla invisible que los gemelos necesitaban mientras ella flotaba en el borde de la marea.
Morgana, con su