Lois
La tarde caía sobre la cabaña como una manta pesada. Faltaban solo dos días para la luna llena, y el aire parecía cargado con esa anticipación, un zumbido sutil que me ponía los nervios de punta. Los gemelos habían salido esa mañana para asuntos de organización con su padre, dejándome sola con mis pensamientos y un libro viejo que apenas podía concentrarme en leer.
Me sentaba en el porche, las piernas cruzadas bajo mí, cuando oí el crujido de neumáticos sobre la grava. Un auto se acercaba, y mi corazón dio un salto al reconocer el rugido familiar del motor.
Viviana. Mi amiga, bajando del vehículo con esa gracia innata que siempre la hacía parecer dueña del mundo. Dejé el libro a un lado y corrí hacia ella, nuestros brazos envolviéndonos en un abrazo que olía a hogar: a risas compartidas, a secretos susurrados en la oscuridad de la manada.
— ¡Lois! — exclamó, apretándome con fuerza, su voz un torrente de emoción—. Diosa, cuánto te he extrañado. ¿Estás bien? ¿Todo esto del duelo no