LOIS
La noche anterior había sido un torbellino: el río, la cascada, esa conversación sobre los humanos que me había dejado con un nudo en el estómago. No había dormido mucho, mi mente dando vueltas a las fronteras, a los edificios lejanos que representaban un mundo que nunca había tocado. Pero el amanecer traía una realidad más inmediata: el entrenamiento. Zane ya no estaba en la ecuación, no después de la escena con Ezequiel y Emmanuel.
Ahora eran ellos mis entrenadores, y el duelo se acercaba como un trueno distante.
Me incorporé en la cama, el colchón crujiendo bajo mi peso, y los miré. Emmanuel dormía de lado, su cabello revuelto cayéndole sobre la frente, su respiración profunda y rítmica. Ezequiel estaba despierto, sus ojos fijos en mí, una sonrisa perezosa curvando sus labios. Extendió una mano, rozando mi brazo con dedos cálidos.
—Buenos días, cariño —murmuró, su voz ronca por el sueño—. ¿Lista para el día?
Asentí, pero mi expresión era seria. Me deslicé fuera de la cama, sin