El silencio después del ritual era espeso, sagrado.
No había palabras. Solo el crujido suave de las raíces al retirarse, el temblor del fuego extinguiéndose… y la respiración compartida entre dos cuerpos marcados, aún ardiendo desde dentro.
Kaor sostenía a Ailén entre sus brazos. Su frente tocaba la de ella. Sus corazones, por primera vez, no latían desincronizados. El suyo ya no intentaba huir. El de ella ya no temía quedarse.
Estaban uno en el otro.
—¿Cómo te sientes? —susurró Ailén.
Kaor tragó saliva. Su voz era ronca, pero clara.
—Como si por fin… hubiera vuelto a casa.
Ailén sonrió con una lágrima.
—Lo estás.
Se quedaron así por largos minutos, solo respirándose. La unión del vínculo no era solo magia. Se sentía en la piel, en el alma. Ailén podía percibir sus emociones como susurros en su sangre. Kaor podía intuir sus pensamientos antes de que ella hablara.
No era invasivo.
Era… paz.
Más tarde, se refugiaron en una de las cabañas de la aldea, lejos de todos. La luna estaba alta.