Las cabezas giraron bruscamente ante el repentino alboroto, revelando a un hombre alto entrando con arrogancia en el bar, como si cada centímetro le perteneciera. Una cicatriz irregular le cruzaba la mejilla, y un cigarro a medio fumar sobresalía de la comisura de su boca. Tenía un brazo envuelto con posesión alrededor de una morena voluptuosa, mientras la otra mano se mantenía cerca de su cadera, justo donde estaría una pistola enfundada.
La multitud en el Paradiso se separó como si evitaran una plaga contagiosa. Incluso Charles sintió un escalofrío de terror hundirse en su estómago.
—¡Hermano mayor, llegaste! —el joven de blanco se apresuró a acercarse, con el alivio marcado en su rostro—. Hay un pequeño problema, estos imbéciles quieren que tú, de entre todos, te arrodilles y les pidas disculpas —prácticamente escupió la última palabra.
La Víbora le lanzó a Charles una mirada fría e indiferente. — Así que tú eres el genio que exige que me disculpe, ¿no?
Charles, que nunca se tragaba