CAPÍTULO — CONVERSACIONES DEL CORAZÓN
El almuerzo de bienvenida había sido largo, ruidoso, intenso, lleno de mesas que no alcanzaban, risas que se cruzaban de una punta a la otra del salón y abrazos que parecían llegar con años de demora. La abuela Isabel había llorado apenas los vio entrar de la mano, el abuelo Fabián no había parado de repetirles, entre bromas y ojos humedecidos, que nunca lo había dudado aunque fingiera que sí, y cada plato servido era una excusa para volver a abrazar, para tocarles el rostro como si necesitara asegurarse de que eran reales, de que por fin estaban ahí, juntos, sin huir.
Milagros iba de un lado a otro con sonrisas nuevas, todavía sorprendida de su propia tranquilidad, y Ayden no soltaba su mano ni cuando se sentaban ni cuando se levantaban, como si el miedo tuviera todavía las uñas clavadas en la memoria y no quisiera darle ni un centímetro a la duda. Cuando por fin terminó todo, cuando los platos quedaron vacíos y los cuerpos cansados, Ayden pidió