Justo en ese momento, mi celular vibró, con una notificación de Instagram.
Instintivamente, lo abrí, y vi que Ana acababa de publicar una nueva foto, en la cual aparecía tomada del brazo derecho de Sam y del izquierdo de Leo, con una sonrisa radiante de felicidad.
«Se siente increíble estar rodeada por los dos hombres que más amo. ¡Ya quiero conocer a mi bebé!», decía el pie de foto.
Sus palabras estaban llenas de presunción y orgullo, como si quisiera restregarme en la cara su victoria.
Sentí una punzada en el corazón, y las lágrimas volvieron a brotar de mis ojos sin control.
Ana estaba rodeada de amor… pero ¿qué había de mí y de mi hermana?
Había perdido a mi bebé, y me encontraba acostada en una cama de hospital fría, mientras que mi hermana casi había muerto congelada. De hecho, por estar tanto tiempo expuesta al frío, su útero había sufrido daños irreversibles; por lo que los médicos le habían dicho que nunca podría tener hijos propios.
Nosotras, hermanas gemelas, habíamos vivido juntas cosas tan dolorosas, y, sin embargo, nuestros esposos dudaban de nuestras, como si nada importara.
Cuando nos casamos con los hermanos gemelos de la familia Herrero, nuestra boda fue noticia en el New York Daily News. Todos decían que era la unión perfecta, como si Dios mismo la hubiera planeado: dos pares de hermanos gemelos casados entre sí. Mucha gente nos había dado sus bendiciones.
Pero ahora… nuestro matrimonio no era feliz, sino todo lo contrario: era una maldición.
—Hermana… mira la publicación de Ana —sollocé, pasándole el teléfono.
Ella le dio un vistazo, y en sus ojos vi una chispa de enojo y desilusión.
—¿Cómo puede hacer eso? ¡Es demasiado!
Su voz estaba cargada de impotencia y dolor. Me tomó fuertemente de la mano, tratando de darme un poco de consuelo.
—Hermana… ya no podemos seguir así. Tenemos que divorciarnos —murmuré con la voz quebrada, pero decidida.
Ella se quedó en silencio unos segundos, antes de asentir con firmeza.
—Sí… vamos a divorciarnos. Un matrimonio así… ya no tiene sentido.
Ese mismo día, contactamos al abogado de divorcios más famoso de Nueva York. Su eficiencia fue impresionante. Por la tarde ya había redactado los documentos y se los había enviado a Sam y Leo.
Cuando vimos que el correo había sido enviado con éxito, mi hermana y yo nos miramos… y suspiramos aliviadas.
Sin embargo, pasó una semana entera… y Sam y Leo no respondieron.
Al final, no aguanté más, y, contra mi voluntad, llamé a Sam.
—¿Sam? ¿Recibiste los papeles del divorcio? ¿Cuándo vas a firmar?
Intenté mantener la calma, pero el temblor en mi voz me traicionó.
—¿Lucía, de verdad me quieres obligar a esto? —preguntó con una voz fría, cargada de molestia—. Ana está embarazada. ¿No puedes comportarte por una vez? ¿No te cansas de hacer estos escándalos?
Junto a él, escuché la voz de Ana:
—Sam, no la culpes. A lo mejor Lucía se siente mal… las emociones de las embarazadas suelen ser inestables, seguramente solo quiere llamar tu atención con eso del divorcio. Deberías ser más comprensivo con ella.
Aunque sus palabras sonaban amables, cada frase estaba impregnada de veneno, insinuando que yo era una histérica, una exagerada.
Escucharla fue el detonante.
—¡No me hables de hijos! ¡Nuestro hijo murió, Sam! ¿A ti no te importa nada? —grité con todo el dolor acumulado, con las lágrimas saliendo a borbotones.
Hubo unos segundos de silencio.
Luego, Sam habló de nuevo, aún más frío.
—Lucía, deja de hacer dramas. No me gusta que uses lo del bebé como excusa. Ana necesita cuidados. No tengo tiempo para tus jueguitos.
—Sam, ve con Lucía, anda —intervino Ana de nuevo—. Yo puedo estar sola. Ella está muy inestable… como su esposo, deberías apoyarla.
Palabras envueltas en dulzura, pero que dolían como puñales.
Antes de que colgara, escuché la última frase de Sam:
—Ella es así porque la han consentido demasiado. Ya no le sigas el juego.
Cuando colgó, no pude evitarlo y me largué a llorar sin poder detenerme.
Mi hermana me tomó de la mano.
—Lucía, aún no estás recuperada. No te pongas así, no vale la pena. Yo estoy contigo. Cuando salgas del hospital, nos vamos… ¿sí?
—Sí… —asentí con lágrimas en los ojos.
Las dos semanas en el hospital fueron el momento más duro de nuestras vidas. Durante ese tiempo, Sam y Leo no aparecieron ni una sola vez, ni siquiera enviaron un mensaje para preguntarnos cómo estábamos. Nada.
Era como si, para ellos, hubiéramos desaparecido del mundo.
Cada día veíamos a las familias de otros pacientes entrar y salir, cuidando, abrazando, trayendo comida. Mientras que nosotras… solo nos teníamos la una a la otra.
Por las noches, cuando todo estaba en silencio, escuchaba a mi hermana llorar en su cama. Y yo… yo también me quebraba por dentro.
Olvidar al hombre que una vez amaste… deja una herida que nunca sana.
Al fin, salimos del hospital.
Pero, justo cuando nos íbamos, vimos algo que nos dejó heladas.
En la puerta del área de maternidad, Leo sostenía un vaso con agua, y se la daba con cuidado a Ana, que estaba recostada en una cama con una expresión frágil, aferrada al brazo de Sam.
—Sam, tengo miedo… dar a luz duele mucho.
—No te preocupes, Ana —la tranquilizó Sam, acariciándole la espalda con ternura—. Estoy aquí contigo. Conseguí al mejor médico para que estés a salvo.
—No te preocupes, Ana —añadió Leo—. Estaremos contigo todo el tiempo.
Los tres… tan unidos, tan felices. Mientras nosotras éramos solo dos sombras en un rincón.
Nos quedamos ahí, paradas, tomándonos de la mano, viendo todo desde lejos con el alma hecha pedazos.
Al fin entendimos que, para Sam y Leo, Ana era lo más importante. Nosotras solo habíamos sido una etapa. Un juego.
Ahora ya tenían a quien sí querían cuidar.
Mi hermana me apretó la mano. Su palma estaba helada, y no dejaba de temblar.