Desperté en la cama del hospital, con todo el cuerpo hecho pedazos, y, al notar mi vientre vacío, el alma se me vino a mis pies. Eso me hizo consciente de lo que había sucedido. Mi bebé había muerto.
Tomé el celular y le mandé un mensaje a Sam:
«Ya no hay bebé.»
Esperé su respuesta, pero el celular permaneció en silencio.
Volví a escribirle:
«Divorciémonos.»
Y, aun así, no respondió.
Unas horas después, por fin, sonó su llamada. Contesté, y del otro lado escuché la vocecita de Ana:
—Lucía, no te enojes. En el hospital hubo un intento de secuestro, me lastimé, y no encontré a nadie que me acompañara, por eso le pedí a Sam que me llevara a urgencias. Fue mi culpa. No te divorcies por esto. Sam aún te ama, y eso lo heriría.
Antes de que pudiera responder, Sam le arrebató el teléfono, con impaciencia palpable:
—Lucía, ¿puedes dejar de usar al bebé y el divorcio como chantaje? No eres una niña. ¿Así de celosa eres? Ana solo se asustó y su embarazo se complicó, por eso estoy con ella. ¿No tienes ni un poco de empatía? —gritó Sam, al otro lado de la línea.
Me quedé paralizada, mientras las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas.
—Sam, no estoy mintiendo. El bebé murió. Los secuestradores me atacaron en el hospital, me secuestraron. Lo hicieron para castigarte, y, por eso, perdí al bebé.
Pero no había forma de convencerlo. Él solo se burló:
—Lucía, tus mentiras ya no tienen límites. Fui a la unidad de cuidados intensivos, el doctor me dijo que estás bien, que el rescate no te afectó. Escúchame: estoy con Ana en un examen prenatal, si no tienes nada mejor que hacer, no me llames.
Se escuchó la voz de Ana, tratando de mediar:
—Sam, por favor, no te enojes con Lucía. Ella solo está buscando tu atención.
—Basta de defenderla —soltó Sam, irritadísimo—. Usar el fallecimiento de un bebé para llamar mi atención… ¡qué mala madre! A ver si se le ocurre ir más lejos…
Dicho esto, colgó.
Me quedé en la cama, y el celular se resbaló de mi mano. Mi hermana, quien compartía habitación conmigo, me abrazó con fuerza, al verme tan destrozada.
—Lucía, lo siento mucho. Nunca debí presentarte a Sam, ni debí permitir que te enamoraras de él. ¡Es un imbécil! —me consoló, sin poder evitar llorar.
Sabía que había perdido a ese bebé después de incontables intentos de fecundación in vitro, y que vivía en el hospital para mantener el embarazo… pero, al final, lo había perdido. Mi pecho estaba hecho trizas, y respiraba con dificultad.
Mientras Sam acompañaba a Ana a un supuesto examen, yo estaba siendo torturada por secuestradores, perdiendo a mi bebé en el proceso, cuando, después de treinta y dos llamadas rechazadas por Sam, uno de los secuestradores me golpeó brutalmente con un bate de béisbol.
Escuché sus gritos:
—¡Si no fuera por la familia Herrero y su conspiración, mi empresa no estaría en la ruina! —gritó el agresor—. Si hoy tu esposo no paga mil millones de dólares, mataré a su esposa y a su hijo.
Pensando que Sam tenía dinero, sentí un poco de alivio. Sin embargo, aun así…
Después del tormento, llamaron a Sam por última vez. Él contestó y me reprendió:
—¿No ves que ahora no tengo tiempo para tus juegos? Ana está asustada y con amenaza de aborto. La estoy acompañando al examen. Si lo entiendes, guarda silencio.
Al ver que no conseguían el rescate, los secuestradores me golpearon hasta que perdí el conocimiento.
—¡Sam vas a sentir lo que es perder a tu esposa y tu hijo!
Al final, me lanzaron a una piscina helada, donde casi muero, si no fuera porque mi hermana llegó justo a tiempo para salvarme.
En ese momento, el celular de Lilia sonó, regresándome al presente. Cuando atendió, al otro lado retumbó la fría voz de Leo:
—Lilia, ¿por qué estás mintiendo y enseñándole a tu hermana a mentir, diciendo que perdió al bebé? ¿No sabías que Ana está embarazada? ¿Por qué la pusiste en esa situación? Controla a tu hermana, que no esté sacando el tema del divorcio cada vez que algo no le parece. ¡El matrimonio no es juego de niños! Y tú también, Lilia. Ya te dije que estoy en juicio con el caso de Ana, ¿y sigues llamando? ¿No ves que estás retrasando el proceso? ¿Te harás responsable si algo sale mal? ¡No sabes distinguir lo urgente de lo importante! De verdad, ustedes dos… hermanas tenían que ser. ¡Son un dolor de cabeza!
Lilia se quedó paralizada. Quiso decir algo, pero Leo ya había colgado.
Apretó mis manos con fuerza, aguantando las lágrimas, y ambas nos miramos en silencio. En nuestros ojos solo había decepción.
Yo había pasado por un infierno por culpa de Sam, y él ni siquiera había querido escuchar mi versión. Tal vez ese matrimonio… había sido un error desde el principio.
Sam y Leo… nunca nos habían amado. En sus corazones, la única que les importaba era Ana.
Cuando Ana se fue al extranjero dejando a los gemelos atrás, fue cuando aparecimos en sus vidas. Por eso se habían casado con nosotras.
Pero desde que Ana había vuelto, todo había cambiado: empezaron a preocuparse por ella, a estar pendientes, a tratarla con cariño.
Para estar cerca de Ana, los hermanos incluso le compraron una casa justo al lado de la nuestra, así como también le consiguieron una empleada para que la atendiera día y noche.
Uno de ellos, Leo, era juez federal, y se desvivía por cualquier tontería legal que tuviera Ana; mientras que Sam, afamado cirujano, se dedicaba a cocinarle platillos balanceados para que comiera sano.
En tanto, a nosotras… nos ignoraban y despreciaban, tratándonos con frialdad.
Lilia y yo nos abrazamos, rotas por dentro, llorando de rabia y de tristeza.
—¿De qué sirve seguir en un matrimonio así? —me preguntó Lilia, con voz temblorosa, mientras sus lágrimas caían sobre el dorso de mi mano, ardientes como el fuego.
Nuestros matrimonios habían sido una farsa desde el principio.
Y ahora… había llegado el momento de ponerle fin.