La atmósfera de la casa aquella mañana se sentía extraña. El sol comenzaba a atravesar las ventanas, iluminando la sala con un resplandor cálido, pero aquel calor no lograba penetrar en el corazón de Aurora.
La pequeña acababa de despertarse. Su cabello estaba revuelto, sus ojos entrecerrados, pero en cuanto notó que Lilian y Gabriel no estaban en casa, rompió a llorar desconsoladamente.
—¡Tía Lilian! ¡Gabriel! —gritó Aurora mientras bajaba corriendo las escaleras, su voz ronca entremezclada con sollozos—. ¿Dónde están? ¡¿Por qué no están aquí?!
Daryl, que ya estaba sentado en la sala con una taza de café en la mano, la dejó de inmediato sobre la mesa. Se levantó con rapidez y se acercó a su hija.
—Aurora, cariño, cálmate primero —dijo mientras se agachaba para quedar a su altura, intentando limpiar con la mano sus mejillas empapadas—. La tía Lilian solo…
Pero el llanto de Aurora se intensificó, obligando a Daryl a alzar a la niña en brazos.
—¡Papá! ¿Por qué la tía Lilia