Los pasos de Daryl resonaron apresurados y pesados cuando irrumpió en la casa. El sonido de sus zapatos de cuero golpeaba el suelo de madera con un estrépito de pánico. En sus brazos, el cuerpo de Alicia yacía débil—empapado. Su largo cabello se pegaba al rostro pálido, el cuello rígido y sus labios… azulados.
La respiración de Daryl era agitada, su pecho subía y bajaba, conteniendo el pánico que le iba invadiendo. El agua goteaba del borde del abrigo y de la falda de Alicia, formando un rastro húmedo en el suelo.
Sus ojos recorrieron el lugar con desesperación.
—¡Amanda! ¡Clara!
No hubo respuesta.
Daryl alzó más la voz.
—¡Amanda! ¡Clara! ¡Preparen agua caliente ya! ¡Y llamen al doctor Frans! ¡Deprisa!
Su tono no era solo fuerte—era un grito de miedo. Un tono que rara vez se escuchaba en Daryl. Casi nunca.
Unos segundos después, dos sirvientas aparecieron desde la cocina,