Lorain entró al motel donde se citó con aquel hombre sin mirar a nadie. No hacía falta. Allí nadie quería recordar rostros, ni nombres, ni historias. Era un lugar donde narcotraficantes, ladrones y fugitivos buscaban anonimato, no compañía. Caminó por el pasillo húmedo, abrió la puerta de la habitación y se sentó en el borde de la cama, esperando.
No pasó mucho tiempo antes de escuchar la chapa moverse.
La puerta se abrió y un hombre robusto, de barba descuidada y ojos oscuros, cruzó el umbral con pasos ansiosos. Apenas la vio, cerró la puerta y la rodeó por detrás, pegando su cuerpo al de ella, aspirando su olor como si fuera una droga.
—Siempre hueles igual —murmuró contra su cuello—. Como si nunca te hubieras ido.
Lorain no se movió. Sabía cómo funcionaban esos rituales. Dejó que él se aferrara, que creyera que tenía control. Había aprendido a sobrevivir así.
Él era uno de los hombres de Antonio. No Antonio en persona —ese monstruo no se ensuciaba las manos—, pero sí uno de los qu