Adrien cerró la puerta del copiloto con una firmeza inusual. No arrancó de inmediato. Se quedó ahí, con ambas manos sobre el volante, sus nudillos se tornaron blancos por la fuerza que ejercía, lleno de rabia, respirando de manera rígida, como si necesitara unos segundos para no perder el control. Margaret lo observó en silencio; la tensión era tan palpable que parecía ocupar todo el interior del auto.
—Podemos irnos —murmuró ella, queriendo aliviar la frialdad que lo rodeaba.
Pero Adrien no se movió.
—¿Estás segura de que no quieres ir al hospital? —preguntó sin mirarla.
—Solo quiero ir a casa —respondió ella con suavidad—. Descansar un poco. Voy a estar bien.
Él dejó escapar una risa sin humor.
—¿De verdad? —giró el rostro hacia ella, con una expresión de enojo—. Estás temblando. Apenas puedes mantenerte en pie y tuviste náuseas allí mismo. ¿crees que ir a casa sea lo más conveniente ahora?
—Fue el estrés, con descanso todo pasará.
Adrien apretó el volante otra vez; los nudillos s