El joven miraba su muñeca aprisionada por la mano de Lucien, y despavorido apenas titubeaba, tratando de modular palabra, completamente preso del pánico.
—Responde —repitió Lucien, apretando con más fuerza, haciendo que los ojos del prepotente chico se llenaran de lágrimas. No entendía cómo aquel hombre —la figura más poderosa y temida de la ciudad— había intervenido en defensa de una mujer que, para él, no era más que una desconocida.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. El murmullo de los clientes del bar se había extinguido. Nadie se atrevía a moverse, nadie osaba siquiera respirar con fuerza.
Margaret, aún con la mano sangrante, lo miró con desconcierto. No comprendía por qué Lucien había reaccionado de esa forma. Su impulso fue ocultar la herida tras el abrigo, frunciendo el ceño con fastidio. No quería que él la viera vulnerable.
—Basta —dijo al fin, con voz firme—. Ya fue suficiente, Lucien.
Pero él ni siquiera pareció oírla. Giró el rostro hacia Shaira, sus ojos fríos