20. La huida
Emilia Díaz
Ernesto se reía con ese sonido adorable que hacía cada vez que lograba algo nuevo. Estaba sobre la alfombra de su habitación, luchando por incorporarse con sus bracitos temblorosos. Sus piernas se doblaban de inmediato, pero no se rendía. Mi pequeño guerrero, era tan testarudo como su padre.
—¡Eso, mi amor! ¡Muy bien, así mi vida! —aplaudí, inclinándome frente a él para animarlo.
Se impulsó hacia adelante, y por fin logró mantenerse sentadito unos segundos antes de caer de lado. Se rio otra vez y yo sentí que el corazón me estallaba de ternura.
—Pronto vas a gatear, ¿verdad? —le dije mientras lo alzaba y lo abrazaba contra mi pecho—. Vas a ser un bebé grande... pero para mí siempre serás mi príncipe. El amor de mi vida.
Estaba a punto de darle un beso en la frente cuando la puerta se abrió de golpe.
—Señora Emilia —dijo Pedro, el chofer, entrando sin siquiera anunciarse—. Tenemos que irnos ya.
Lo miré confundida. Me puse de pie con Ernesto en brazos.
—¿Irnos? ¿A dónde?
—El