20.

El utensilio que tenía en la mano, con el que estaba revolviendo la masa para el pastel de cumpleaños de mis trillizos, se soltó de mi mano y cayó al suelo rodando.

— ¿Qué es lo que pasó? — pregunté asustada.

Los ojos oscuros de mi hijo se abrieron.

— Es Jason — repitió — . Está enfermo, mami. Tienes que venir.

Entonces, ante todo, tuve que salir corriendo con el corazón acelerado. Jason siempre había sido un niño relativamente fuerte, pero con compromisos constantes de salud.

Cuando nació, le costó un poco conseguir su primer aliento y fue un poco más pequeñito que sus demás hermanos. Aunque ahora, con el pasar de los años, había logrado recuperarse externamente y había igualado en altura y peso a sus otros dos hermanitos, haciendo que los tres parecieran tres indistinguibles gotas de agua, indiscutiblemente, por dentro no estaba bien. Yo lo sabía.

Lo sabía por sus incontables noches de fiebre, por sus gripes esporádicas, por los repentinos escalofríos que le daban en la maña
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