158.

El oso estaba ahí nomás. Solo bastaba estirar una de sus garras y, con ella, destrozar el cuerpo de Elisa. Yo ni siquiera pude gritarle que corriera o que hiciera algo. Al parecer, era demasiado tarde. El fuerte instinto territorial del oso lo llevaba hasta el límite y nosotras no teníamos ninguna otra opción. Al menos yo había logrado cruzar, pero Elisa seguía ahí, paralizada.

Y entonces, en un acto prácticamente puramente instintivo o divino, saltó hacia el frente y sus pies se posaron sobre la guadua un segundo antes de que las garras del oso le arrancaran la carne de los huesos. Comenzó a caminar hacia mí.

— ¡Yo estoy bien! — mi mano se extendió hacia ella para que llegara conmigo, pero aún la separaban unos cuantos metros.

El oso apoyó con fuerza una de sus manos en la guadua y la hizo temblar lo suficiente como para que Elisa perdiera el equilibrio y sus pies se deslizaran sobre la húmeda superficie. La mujer cayó sobre la guadua mientras lanzaba un fuerte grito de terror.

El o
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