229. La Casa de los Susurros Helados
La noche de la Patagonia era un depredador. Fría, silenciosa y vasta. Se movían a través de ella como tres espectros, vestidos con trajes de nieve de camuflaje blanco que Giménez les había conseguido, sus figuras apenas distinguibles contra el paisaje nevado. La luna, casi llena, derramaba una luz azulada y fantasmal que hacía que el mundo pareciera un negativo fotográfico.
El Santuario no se veía. Estaba excavado en la ladera de una montaña, una herida invisible en el corazón de la cordillera. Solo el vapor que se elevaba de las chimeneas de ventilación geotérmica, como el aliento de una bestia durmiente, delataba su presencia.
Dejaron al equipo de distracción a dos kilómetros del perímetro, con órdenes claras.
—Treinta minutos —dijo Florencio, y su voz fue un susurro en el comunicador—. Nos dan treinta minutos de caos absoluto. Y luego, se retiran. Pase lo que pase.
Los hombres asintieron. Eran profesionales. Sabían que quizás no volverían.
El trío —el león, la loba y la araña—