El coche avanzó por un largo camino de piedra, flanqueado por antorchas encendidas. El calor de las llamas contrastaba con la brisa fría que acariciaba mi piel. A lo lejos, el castillo emergía como un gigante dormido, iluminado en tonos dorados y carmesí. Cada ventana parecía un ojo encendido, vigilante, no sabía si estaba entrando en un templo o en una trampa.
Isolde, impecable con un vestido negro que abrazaba cada curva, sonrió sin mirarme.
—Relájate, Dorian… Esta noche es especial.---
No pregunté más, sabía que, si ella quería, me lo diría. Y si no… lo descubriría en carne propia.
Cuando cruzamos las enormes puertas, el aroma de incienso y especias dulces me envolvió. La sala principal estaba repleta de personas elegantemente vestidas, aunque algunos apenas llevaban prendas que cubrían lo básico. En cada rincón, escenas de placer se desarrollaban sin pudor, parejas intercambiando caricias, tríos enlazados en un ritmo propio, manos y bocas explorando piel ajena como si fueran viejo