Esa semana pasó con una lentitud desesperante para Dorian. Los días se arrastraban como si el tiempo quisiera torturarlo, alargando cada hora y obligándolo a vivir en la incertidumbre. El trabajo, que antes era un escape, se convirtió en un ruido de fondo; sus pensamientos regresaban una y otra vez a ella.
Isolde.
La mujer que le había abierto un mundo de sensaciones y emociones que no sabía que podían coexistir. La mujer que lo dominaba con la mirada, que lo guiaba con una sola palabra, que lo hacía arder con apenas rozar su piel… y que, sin embargo, parecía cada vez más distante.
No podía dejar de pensar en la última noche juntos, en cómo, justo después de quebrarlo y reconstruirlo, algo en su mirada cambió. Isolde se había quedado callada, como si hubiera recordado algo que no quería traer al presente. Dorian no quiso insistir. No quería forzarla, no quería que lo apartara, pero el silencio de ella, su aparente distracción, era como una espina enterrada bajo la piel.
Él quería más,