El trayecto hacia la casa de campo transcurrió en silencio. Dorian conducía con la vista fija en la carretera, los dedos tamborileando suavemente sobre el volante como si cada movimiento fuera una forma de contener lo que sentía. Había esperado ese momento toda la semana, planeando con detalle aquel fin de semana fuera de la ciudad. Para él no era solo un escape del bullicio, ni una excusa para perderse en los juegos de placer que tanto disfrutaban: era la oportunidad de estar con Isolde sin distracciones, en un espacio que sentía como suyo, donde ella pudiera mostrarse más allá de la máscara de dominancia.
Isolde, sentada a su lado, miraba por la ventanilla, el viento enredándole algunos mechones de cabello. No parecía nerviosa, tampoco entusiasmada; simplemente se dejaba llevar, como si aquel viaje fuese una decisión tomada por otro. Esa calma en ella, que en otras ocasiones lo habría tranquilizado, ahora lo inquietaba. Dorian deseaba arrancar de sus labios alguna emoción, un indici