2

La cafetería del centro era un lugar cálido y sin pretensiones, con mesas de madera rayadas por el tiempo y el murmullo constante de conversaciones que se desvanecían en el aire. Aileen no pensaba detenerse, solo quería un café para mitigar el insomnio que la acompañaba desde su llegada al pueblo. Sin embargo, en cuanto cruzó la puerta, el aire pareció espesarse.

—Uno mediano para llevar, por favor —murmuró a la barista mientras sus ojos recorrían el lugar sin intención.

Hasta que lo vieron.

Sentado en la esquina más oscura del local, con los codos sobre la mesa y la mandíbula tensa, un hombre de mirada acerada y cabello oscuro como la medianoche la observaba. No fue una mirada casual. Fue una sentencia.

Aileen sintió una punzada en el estómago, como si algo en su interior se revolviera con violencia.

—¿Quieres leche de almendra o normal? —preguntó la chica del mostrador.

—¿Qué? Ah… almendra —respondió, distraída, con la vista aún clavada en el desconocido.

Pero ya no estaba mirándola.

Ahora se había puesto de pie.

Y caminaba hacia ella.

El corazón de Aileen comenzó a latir desbocado. Cada paso que él daba parecía retumbar dentro de su pecho. Cuando lo tuvo frente a ella, entendió algo sin lógica aparente, pero profundamente cierto: lo había visto antes. En alguna parte. Tal vez no con sus ojos, pero sí con algo más profundo, más instintivo.

—Aileen Harper —dijo él, con la voz rasposa, como si no la pronunciara desde hacía años—. Nunca debiste volver aquí.

Ella entrecerró los ojos, confundida y molesta a partes iguales.

—¿Nos conocemos? —preguntó, cruzándose de brazos.

Él la miró fijamente, y algo salvaje pasó por sus ojos, una sombra que desapareció tan rápido como apareció.

—No —mintió.

Silencio.

Un silencio que pareció contener el mundo.

—¿Entonces por qué me hablas como si lo hicieras?

Lukas Thorne inspiró hondo, como si el simple hecho de estar tan cerca de ella lo afectara físicamente. Y lo hacía. Su cuerpo entero ardía por dentro, el lobo rugía bajo su piel, exigiendo tomar el control. Marcarla. Reivindicar lo que era suyo.

Pero no podía.

No debía.

—Deberías irte —dijo finalmente, dando un paso atrás.

—¿Perdón?

—Este pueblo no es para gente como tú.

Aileen apretó los dientes. ¿Quién se creía que era?

—¿Y qué clase de gente es la que vive aquí, exactamente? ¿Hombres que intimidan a mujeres en cafés?

Lukas bajó la mirada hacia sus propias manos. Las tenía tensas, los nudillos blancos de la presión. Tuvo que esforzarse para no clavarle las uñas a la palma. Sus sentidos estaban descontrolados, y el aroma de Aileen lo estaba enloqueciendo. Era como si la luna entera se hubiese encarnado en esa muchacha testaruda, de mirada oscura y rastro de miedo tras el coraje.

—No es un juego —gruñó entre dientes, apenas audible.

Aileen dio un paso atrás.

—Lo estás empeorando —dijo con la voz baja—. Solo vine por un café.

—No deberías estar aquí. No esta noche —añadió él.

—¿Y qué pasa esta noche? ¿Fiesta de locos?

Lukas se inclinó un poco hacia ella, lo suficiente para que solo ella pudiera escuchar.

—Es luna llena.

El mundo pareció detenerse por un instante.

Aileen se rió, nerviosa.

—¿Y eso qué? ¿Te conviertes en hombre lobo?

Lukas no respondió.

Solo la miró.

Y esa ausencia de burla, esa tensión animal en sus facciones, hizo que el sarcasmo muriera en la garganta de Aileen.

—¿Qué…? —comenzó, pero él ya se alejaba.

Tomó su abrigo, arrojó un par de billetes en la barra y salió sin mirar atrás.

No supo por qué lo hizo.

Tal vez fue la curiosidad. O el miedo. O ese impulso suicida que le nacía cuando sentía que alguien intentaba protegerla sin explicación alguna.

Aileen salió de la cafetería sin su café, cruzó la calle y dobló hacia el callejón por donde había visto desaparecer a Lukas. La noche era fría, y la neblina comenzaba a descender como un velo sobre el empedrado. Las farolas chisporroteaban. No había un alma.

—¿Lukas? —llamó.

Solo el eco respondió.

Pero algo más se movió. Un crujido. Un roce entre ramas. Y después, un gruñido. No como el de un perro. Era más profundo. Más... monstruoso.

Aileen dio un paso atrás. Después otro.

Y entonces una sombra cayó sobre ella desde el tejado.

La figura de Lukas aterrizó frente a ella con una agilidad no humana, y sus ojos brillaban como brasas encendidas.

—¿Qué parte de “no debiste volver” no entendiste? —dijo, tomándola del brazo con fuerza, arrastrándola hacia un pasillo lateral.

—¡Suéltame!

—Estás siendo observada. Desde que llegaste.

Aileen se quedó helada.

—¿Por quién?

—Por alguien a quien no quieres conocer.

—¿Y tú qué sabes? —espetó, sacudiéndose—. No me conoces.

Lukas la soltó de golpe.

—Te conozco más de lo que imaginas.

Silencio. Otra vez.

Sus ojos se encontraron, y por un segundo el mundo se suspendió entre ellos. Había algo entre ambos, algo que ninguno entendía del todo, pero que estaba ahí, latiendo, respirando.

—¿Quién eres tú? —susurró ella.

—Soy el Alfa de este territorio. Lukas Thorne.

Aileen retrocedió un paso. El nombre le sonaba. Su abuela lo había mencionado una vez, años atrás. El “niño salvaje de los Thorne”. El que había desaparecido por semanas cuando era adolescente y había vuelto... cambiado.

—¿Alfa… como de manada?

Lukas asintió, con una expresión grave.

—Sí. Y tú no deberías estar en mi territorio.

—¿Tu territorio? ¿Ahora resulta que eres un lobo de verdad?

Él no respondió.

Aileen se acercó un poco más, con el ceño fruncido.

—¿Me estás diciendo que eres un hombre lobo?

Y entonces, en lugar de palabras, Lukas bajó la vista, y el gruñido profundo salió de su garganta antes de que pudiera contenerlo. Por un segundo, su piel pareció vibrar, y sus ojos cambiaron de color: del ámbar al dorado.

Aileen jadeó.

Dio un paso atrás. Luego otro. Tropezó, cayó de espaldas al suelo.

Lukas dio un paso hacia ella.

—No tengas miedo.

—¿Qué eres? —susurró.

—Lo que el bosque dejó de ocultar anoche.

El aire entre ellos estaba cargado, pesado.

Aileen se levantó lentamente, sin apartar la mirada de él. Ahora entendía el escalofrío en su nuca, la sensación de ser seguida, la sombra en su ventana. No era paranoia.

Era advertencia.

—¿Tú me salvaste anoche?

Lukas asintió.

—Entonces ya sabes que esto no es un juego.

—¿Qué me estaba atacando?

—Algo que se hace llamar hombre. Pero no lo es.

Aileen tragó saliva.

—¿Por qué me salvaste?

La pregunta quedó en el aire.

Lukas cerró los ojos por un instante. El lobo en su interior rugía exigiendo la verdad, pero él sabía que una confesión lo cambiaría todo. La pondría en su camino. La haría parte de su mundo.

—Porque eres mía —dijo al fin, sin abrir los ojos—. Porque cuando llegaste, el lazo despertó.

Aileen parpadeó. El mundo giró.

—¿Qué dijiste?

—Eres mi pareja destinada.

Silencio.

Un nuevo silencio que no era tenso, ni amenazante.

Era definitivo.

—Eso es una locura —susurró ella—. No puede ser.

—No importa si lo crees o no. Está pasando.

Aileen retrocedió, temblando.

—Tú… tú estás loco. Esto es demasiado. Demasiado rápido.

Lukas asintió. Pero no se acercó.

—Lo sé.

Y entonces se giró.

Desapareció entre la niebla.

Pero Aileen sabía, sin ninguna duda, que eso no había terminado. Que él no había terminado con ella.

Y lo peor de todo… era que una parte de ella no quería que lo hiciera.

El silencio entre ellos era denso, cargado de una electricidad primitiva. Aileen no sabía si debía levantarse y marcharse o seguir enfrentando esa mirada que parecía despojarla de cualquier defensa.

—¿Quién eres? —preguntó finalmente, con voz firme, aunque por dentro temblaba.

Él no respondió de inmediato. Su mandíbula se tensó, como si luchara contra algo interno, algo salvaje. Sus ojos, aún fijos en los de ella, centellearon con una intensidad que la hizo contener la respiración.

—Lukas Thorne —dijo por fin, con un tono que no era una presentación, sino una advertencia.

Aileen no reaccionó. Ese apellido le sonaba... vagamente. Como un eco enterrado bajo años de distancia. Pero lo que más le impactó fue la forma en que lo dijo, como si esperara que con solo escucharlo, ella saliera corriendo.

—¿Y qué se supone que debo hacer con eso? —replicó, con un aliento de sarcasmo. El miedo empezaba a transformarse en irritación.

Lukas se inclinó hacia adelante. Su proximidad era devastadora. El aroma a madera, a cuero, a algo masculino y primitivo, llenó sus sentidos.

—Recordarlo.

Un escalofrío le recorrió la columna. No por la amenaza, sino por algo más profundo. Instintivo.

—Mira, no sé quién crees que soy —murmuró Aileen, intentando mantener la compostura—, pero vine aquí porque necesitaba espacio. No para que me acosen tipos misteriosos en cafeterías vacías.

La risa de Lukas fue breve, seca. Como si le divertiera su ignorancia, pero no en un sentido condescendiente, sino trágico.

—No tienes idea de lo que has hecho al volver.

Aileen se puso de pie, conteniendo el impulso de tirar su taza contra la pared. Estaba harta de misterios, de advertencias veladas, de sombras que la seguían y ahora de hombres con ojos de tormenta diciéndole que su mera existencia era un error.

—Pues ilumíname —espetó—. ¿Qué se supone que hice?

Lukas también se levantó. No le dijo nada. Solo caminó hacia la puerta. Pero justo antes de salir, se detuvo y giró sobre sus talones.

—Yo te salvé anoche.

Aileen palideció.

—¿Qué…?

—Del bosque. De lo que estaba por atraparte. Fui yo.

Su voz no llevaba vanidad ni arrogancia. Era una confesión. Cruda. Real.

—¿Qué era eso?

—Algo que no debería estar despierto todavía —susurró él. Y se marchó.

Aileen se quedó inmóvil, como si su cuerpo hubiera sido invadido por hielo. Las palabras flotaban en el aire como humo espeso. ¿Él la había salvado? ¿Cómo? ¿Por qué?

Más importante aún: ¿qué significaba eso?

El viento azotaba los árboles cuando Aileen regresó a la cabaña. Las sombras entre los troncos parecían más densas de lo normal, como si algo las manipulara desde dentro.

—Estás perdiendo la cabeza —se murmuró a sí misma mientras cerraba con doble llave la puerta.

Pero la sensación no desaparecía. Esa impresión de ser observada, de estar marcada. Como si el bosque supiera que había regresado… y no estuviera feliz con ello.

Encendió una vela, aunque tenía luz eléctrica. El parpadeo de la llama le brindaba más consuelo que cualquier lámpara. Había algo sagrado en el fuego. Algo antiguo. Instintivo.

Revisó su teléfono. Tres llamadas perdidas de su tía y un mensaje.

Aileen, contéstame. No debiste volver sin decirme. Si ya estás en Graymist, debes tener cuidado. Hay cosas que no recuerdas… y hay quienes no han olvidado.

Frunció el ceño. ¿Qué se supone que significaba eso? ¿Qué no había olvidado quién?

Una parte de ella quería llamar de inmediato. Pero otra, la más terca, necesitaba primero respuestas aquí. Con sus propios ojos.

Decidió salir de nuevo, contra toda lógica. Había algo en Lukas, en lo que dijo, que no podía ignorar. Y necesitaba encontrarlo.

No fue difícil. Graymist era pequeño, y su instinto la guio como si una brújula invisible la empujara hacia él.

Lo encontró en el borde del bosque. Solo. De pie, con los brazos cruzados, mirando hacia la espesura como si esperara que algo emergiera.

—¿Me seguiste? —preguntó sin girarse.

—Quiero respuestas —dijo ella, alzando la voz contra el viento.

—Las respuestas tienen precio —replicó él.

—Dime cuál.

Lukas la miró por encima del hombro. Y por un segundo, sus ojos brillaron. Literalmente. Plateados. No reflejo. Luz propia.

—Tu sangre. Tu historia. Lo que fuiste.

Aileen dio un paso atrás.

—¿Qué demonios estás diciendo?

Él caminó hacia ella, lento. Casi felino. Y cuando estuvo frente a ella, la sujetó de la muñeca, sin violencia, pero con firmeza.

—Estás sintiendo cosas, ¿verdad? Desde que llegaste. Sueños extraños. Presencias. Olores que nadie más nota.

Ella tragó saliva. Asintió.

—Eso es porque tu alma recuerda lo que tu mente olvidó.

—¿Y tú qué sabes de eso?

—Porque yo nunca te olvidé, Aileen. Aunque tú sí lo hiciste conmigo.

Sus palabras la golpearon como un puñetazo invisible. Había sinceridad en su mirada. Dolor. Y una promesa oscura.

—¿Nos conocíamos?

Lukas asintió. Lento.

—Eras mi prometida. Hasta que te fuiste.

El mundo pareció derrumbarse a su alrededor.

—Eso no es posible. Yo nunca…

—Tenías seis años cuando te llevaron. El pacto fue roto. La manada te perdió. Pero yo… yo te sentí cada día desde entonces.

—No. No —susurró ella, sacudiendo la cabeza.

Pero una parte de ella… lo creía. O lo temía.

—Y ahora —añadió él, con voz temblorosa— has vuelto. Justo cuando la luna roja se aproxima.

—¿La qué?

—La luna que despierta las viejas bestias. Las que no distinguen entre enemigos y aliados. Las que vendrán por ti… si no estás protegida.

Aileen se tambaleó. Lukas la sostuvo por los brazos, y en su tacto había calor, fuerza… pero también contención. Como si peleara contra un impulso.

—¿Qué eres? —preguntó ella, sin aliento.

—Soy lo que siempre fui. Lo que tú también eres. Lobo.

Esa noche no durmió. No por falta de cansancio, sino porque su mente no la dejaba en paz.

"Prometida."

"Lobo."

"Luna roja."

Todo sonaba a locura. A fantasía. Pero ¿por qué una parte de su cuerpo lo sentía como verdad?

Soñó. O al menos eso creyó.

Una versión infantil de ella, corriendo entre árboles. Una voz masculina, joven, llamándola por su nombre. Un ritual. Un anillo de plata sobre su dedo diminuto. Juramentos.

Y luego… fuego. Gritos. Hombres que la arrancaban de los brazos de alguien. La promesa de que "era por su bien". La orden de olvidar.

Aileen despertó jadeando. Su piel cubierta en sudor. Pero sus dedos temblaban… porque todavía sentía el frío del anillo perdido.

A la mañana siguiente, fue directo al bosque.

Tenía que saber si todo era una fantasía inducida por el trauma… o si de verdad había algo más.

Cruzó los límites del sendero y se adentró entre árboles espesos. Todo parecía más denso, más vivo. Como si el bosque la reconociera.

Y entonces lo vio.

Una marca en el tronco de un roble. Una runa. Un símbolo.

Su mano se movió sola. Lo tocó.

Un rugido sacudió la tierra.

Y del otro lado de los árboles… algo se movió.

—Aileen… —susurró una voz que no era humana.

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