Deseo Salvaje
Deseo Salvaje
Por: BREN
1

Nunca quise volver a ese lugar.

El autobús crujió mientras se detenía en la estación olvidada de Graypine, ese rincón escondido entre montañas, donde los árboles susurran secretos que nadie se atreve a escuchar. Afuera, el aire estaba cargado de humedad, y el cielo era una sábana gris que presagiaba tormenta. Bajé con mi mochila en la espalda, mi celular sin señal y el corazón retumbando como un tambor.

Graypine no había cambiado. Las mismas casas de madera agrietada, el mismo silencio incómodo, las mismas miradas de desconfianza al extranjero. Solo que yo no era extranjera. Había nacido aquí. Había crecido corriendo entre esos árboles. Había huido a los dieciocho sin mirar atrás.

Y sin embargo, aquí estaba. Cuatro años después. Contra mi voluntad.

—Aileen, cariño. —La voz de mi tía Nora me sacó del trance. Su abrazo era apretado, cálido. Familiar. Falso.

No era culpa de ella. Era todo. Este lugar. Esta tierra. Este recuerdo constante de una vida que me había tragado viva.

Subimos a su camioneta. Mientras conducíamos por los caminos curvos, los árboles parecían más altos que antes. Como si el bosque hubiera crecido, cerrándose sobre el pueblo como un puño. Las sombras eran más densas. El viento, más frío. Todo en mí gritaba que algo estaba mal.

—Gracias por venir, Aileen —dijo Nora con voz suave, sin mirarme—. Tu madre estaría orgullosa.

No respondí. Solo miré por la ventana, al horizonte que se curvaba con pinos interminables. Mi madre había muerto hacía dos semanas. Un accidente. Eso dijeron. Pero conocía ese bosque. Y sabía que en Graypine, nada era solo un accidente.

La casa olía a madera húmeda y a algo más... tierra mojada. Como si el bosque hubiese respirado dentro. Mi antigua habitación estaba intacta, como si el tiempo hubiese sido congelado justo cuando me fui. Pósters viejos. Libros abiertos. Fotos enmarcadas. Mi reflejo en el espejo me miró con ojos de extraña.

Esa noche no pude dormir. El silencio del pueblo era demasiado espeso. Como si contuviera voces ahogadas, gritos antiguos. A eso de las dos de la madrugada, escuché el crujido.

Un paso. Luego otro.

Me levanté en puntillas, acercándome a la ventana. Afuera, la luna se deslizaba entre nubes, y las ramas se agitaban como si danzaran. Pero lo vi. O creí verlo. Entre los árboles, una silueta. Alta. Oscura. Detenida. Observándome.

Di un paso atrás y el crujido cesó.

Cerré la cortina.

A la mañana siguiente, decidí despejarme caminando. Nora me advirtió que no me alejara. Que no cruzara la línea de los sauces viejos. Que el bosque no era seguro desde hacía meses.

Pero Graypine nunca fue seguro.

Me interné en el sendero que llevaba al lago. Mis pies recordaban el camino aunque mi mente se resistiera. El aroma del musgo, el crujido de las hojas secas, el canto de un cuervo lejano… era como regresar a un sueño que había intentado olvidar.

Pasé los sauces. Y me perdí.

El sendero desapareció. El cielo se cerró sobre mí. Las ramas se entrelazaron como garras, atrapándome en una red sin salida. Giré sobre mí misma, intentando ubicarme, pero todo era igual: verde, húmedo, silencioso.

Entonces lo oí.

Un gruñido.

No un perro. No un oso. Un gruñido bajo, gutural. Salvaje. Provenía de los árboles detrás de mí.

Corrí.

Mis piernas se enredaban, mis pulmones ardían. Algo me perseguía. No lo veía, pero lo sentía. Su presencia era sofocante. Como si el bosque respirara a través de esa cosa. Chocaba contra ramas, tropezaba, caía, me levantaba. Hasta que mis pies resbalaron en un claro y rodé cuesta abajo.

Caí entre arbustos y piedras. Un golpe seco me dejó sin aire. Intenté levantarme, pero un chillido detrás de mí me congeló.

Volteé.

Un lobo. Negro. Gigante. Más grande que cualquier animal que hubiera visto en mi vida. Sus ojos... no eran de bestia. Eran humanos. Inteligentes. Ardían como fuego líquido.

Estaba a punto de atacar.

Cerré los ojos. No había forma de escapar.

Pero otro gruñido llenó el aire. Más fuerte. Más profundo. El lobo retrocedió. Y entonces vi la sombra.

Una figura emergió del bosque. No pude distinguir su rostro, pero era alta. Inmensa. Y sus ojos... brillaban igual que los del lobo.

El animal huyó.

La figura se acercó, despacio. Yo retrocedí, arrastrándome, temblando, pero me desmayé antes de ver su rostro.

Desperté en mi cama. Nora a mi lado. Confundida. Agitada.

—Te encontraron cerca del acantilado —dijo, su voz temblando—. Dijiste que fuiste atacada, pero no había señales de nada. Solo tú. Inconsciente.

Intenté recordar. El lobo. La figura. ¿Fue un sueño?

Pero mi muñeca tenía marcas. Arañazos. Tierra bajo mis uñas. No era imaginación.

Nora me acarició el cabello.

—No vuelvas al bosque, Aileen. Nunca.

Esa noche volví a ver la silueta.

Estaba fuera de mi ventana. Inmóvil. Observándome. Pero cuando encendí la luz, ya no estaba.

Durante los días siguientes, algo cambió.

Todos me miraban con cautela. Como si supieran algo. En la biblioteca, la anciana encargada susurró al verme. En el supermercado, un niño pequeño me señaló y dijo “ella es la elegida”, antes de que su madre lo arrastrara fuera.

Intenté buscar respuestas. Regresé al claro del bosque, esta vez a plena luz del día. Nada. Solo árboles. Pero encontré algo extraño. Un colgante. Enredado en una rama baja. Una piedra negra en forma de luna creciente.

Lo tomé.

Esa noche soñé con aullidos.

La tensión crecía en mi interior como una espina. Me sentía observada. Vigilada. Y no era paranoia. En las noches, escuchaba pasos en el tejado. Respiraciones más allá de mi puerta. A veces, sombras deslizándose por el pasillo.

Nora decía que era estrés. Que estaba imaginando cosas.

Pero no podía dejar de pensar en la figura del bosque. En esos ojos.

Y en cómo, a pesar del miedo, una parte de mí deseaba volver a verlo.

El domingo por la tarde, decidí salir a correr. Necesitaba despejar mi mente. Elegí el sendero que bordea el río, cerca de las montañas. Sabía que era peligroso, pero también sabía que no podía seguir fingiendo que todo estaba bien.

Corrí hasta que mis piernas se quemaron. El sol empezaba a ponerse cuando lo vi.

A mitad del camino, apoyado contra un árbol, estaba él.

El desconocido.

Era alto, de complexión fuerte. Su cabello negro caía hasta la mandíbula. Vestía una chaqueta oscura y jeans. Pero lo que me atrapó fueron sus ojos. Dorados. Intimidantes. Brillaban como brasas al atardecer.

—Estás sangrando —dijo, señalando mi rodilla.

Me miré. Una raspadura leve. No recordaba haberme lastimado.

—¿Quién eres? —pregunté, dando un paso atrás.

Él no respondió. Solo me observó con una mezcla de curiosidad y algo más... algo que no supe descifrar.

—No deberías estar aquí —añadió—. Este bosque no es para ti.

—¿Por qué me salvaste?

Silencio.

—Fuiste tú —susurré—. Esa noche… eras tú, ¿verdad?

Su mandíbula se tensó. El aire pareció congelarse.

—Tienes que irte, Aileen —dijo finalmente, dándose la vuelta.

—¿Cómo sabes mi nombre?

Pero él ya se alejaba, perdiéndose entre los árboles como si se hubiera disuelto en la niebla.

Me quedé allí, temblando. Con más preguntas que respuestas.

Y una certeza clavada en el pecho:

Mi vida acababa de cambiar para siempre.

El viento volvió a rugir entre los árboles, y el frío caló hasta los huesos de Aileen. Corrió sin dirección, empujada por un instinto ancestral, un miedo atávico que no podía explicar. Algo la acechaba, lo sentía en la nuca, en los crujidos invisibles, en la forma en que las ramas parecían susurrar su nombre.

—Aileen… —la voz se deshizo en el aire, como si el bosque mismo la llamara.

Se giró en seco. Nada. Solo sombras.

Sus pies tropezaron con raíces ocultas bajo la nieve, y cayó de bruces al suelo helado. El aire se le escapó de los pulmones. Dolor. Tierra bajo las uñas. Se levantó, temblando, sintiendo la humedad penetrarle la piel.

Y entonces lo vio.

O mejor dicho, lo intuyó.

Una silueta entre los árboles, demasiado grande para ser un perro, demasiado ágil para ser un oso. Ojos dorados. Un destello de inteligencia brutal. Estaba mirándola.

Ella retrocedió, pero la criatura no se movió. Su presencia era una contradicción: salvaje, pero protectora. Aterradora, pero... familiar.

Un aullido lejano rompió el silencio. No era el suyo. Era otro. Más agudo. Más... hambriento.

El lobo —porque Aileen ya no podía engañarse: eso era— se interpuso entre ella y el sonido. Gruñó. No hacia ella, sino hacia algo oculto entre los árboles.

Un chillido rompió la noche. Algo saltó de entre las ramas, veloz como una sombra, dientes al descubierto. Aileen gritó.

Pero la criatura —su criatura— fue más rápida.

Un choque de cuerpos. Garras. Mandíbulas. Gemidos de lucha. La nieve se tiñó de rojo bajo la luna.

Aileen se cubrió la boca. Su corazón martillaba contra su pecho, golpeando como si buscara escapar. Miraba sin entender, viendo a la bestia defenderla con una ferocidad que no merecía.

Y luego, silencio.

El atacante yacía en el suelo, inmóvil. El lobo dorado estaba herido. Su lomo sangraba, su respiración era irregular. Pero aún así, la miraba. No como un animal. Como un hombre atrapado en un cuerpo salvaje. Como si la conociera.

—¿Quién... eres? —susurró ella, sin esperar respuesta.

El lobo retrocedió. Su figura se desvaneció entre la espesura, dejando un rastro de sangre y misterio.

Aileen no supo cuánto tiempo pasó hasta que se atrevió a moverse. Caminó de regreso como en trance, los pies arrastrando la nieve, guiada por la tenue luz de la luna. Cuando llegó a la carretera, su coche seguía allí. Cerrado. Solo.

Dentro, tembló por horas.

Y aunque había visto algo imposible… no podía sentir miedo.

Solo una extraña y punzante necesidad de volver a encontrarlo.

A la mañana siguiente, el mundo parecía no haberse enterado del horror de la noche anterior. El pueblo de Greenwood seguía igual: calles silenciosas, casas cubiertas de escarcha, y una calma casi siniestra flotando en el aire.

—No debí volver —murmuró Aileen mientras cruzaba el umbral de la casa de su abuela.

El olor a madera húmeda y jazmín la golpeó de inmediato. Todo era idéntico a como lo recordaba: los retratos antiguos, el viejo reloj de péndulo, las cortinas pesadas que bloqueaban el sol.

—Aileen, cariño… —La voz cálida y rota de su abuela la envolvió desde la cocina—. Pensé que llegarías más temprano.

—Me perdí —dijo ella, sin levantar la mirada. No podía contarle la verdad. Ni siquiera sabía si ella misma la creería.

Su abuela la miró fijamente por unos segundos. Luego asintió, como si entendiera algo que Aileen aún no podía comprender.

—Los bosques de Greenwood son engañosos. Tienes que tener cuidado con lo que encuentras allí… o con lo que te encuentra a ti.

Ese comentario la heló más que el viento de la noche anterior.

—¿Tú… sabías que hay animales ahí?

—Hay muchas cosas en ese bosque, mi niña. No todas se dejan ver a la luz del día.

Aileen no respondió. Su mente volvía, una y otra vez, al lobo. A sus ojos dorados. Al modo en que se interpuso entre ella y la muerte.

Más tarde, al anochecer, salió a caminar por las calles del pueblo. Greenwood tenía algo inquietante en su aparente normalidad. Era como si todos supieran algo que ella ignoraba. Como si los secretos vivieran justo bajo la superficie.

En la plaza principal, escuchó un ruido. Se giró rápidamente. Nada.

Siguió caminando.

Un segundo ruido. Detrás. Muy cerca.

Se dio la vuelta. Una sombra se deslizó entre los árboles. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Quién anda ahí?

No hubo respuesta. Pero lo sentía.

Estaba siendo observada.

Esa noche, no durmió. Cerró las ventanas, puso el seguro a la puerta, pero el sentimiento no se fue. Era una presión constante, una certeza bajo la piel. Afuera, algo caminaba. Algo esperaba.

A la madrugada, al asomarse por la ventana, lo vio.

Una figura humana, al borde del bosque. Inmóvil.

Ojos dorados, brillando en la oscuridad.

Se le cortó la respiración.

Parpadeó. Ya no estaba.

Pero en su interior, lo sabía: eso no había sido un sueño. Ni un delirio.

El lobo había vuelto.

O tal vez… nunca se había ido.

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