El aire del convento era espeso, como si cada ladrillo se hubiera impregnado de los gritos ahogados de quienes, alguna vez, fueron forzadas al silencio. Miguel dio un último vistazo a la madre superiora, que seguía en el suelo, temblando, con la túnica manchada y las manos juntas en súplica muda. Pero ya no le nacía compasión. Ya no quedaba espacio para el perdón.
Con paso firme, Miguel avanzó por el corredor de piedra, en dirección a la salida. A cada paso, su pecho latía con más fuerza. Respiraba agitado, como si el aire ya no alcanzara a limpiar la ira que hervía en su interior. Pasó junto a una de las pequeñas capillas laterales, iluminada apenas por la tenue luz de unas velas. Se detuvo.
Entró.
Era una sala sencilla, pero adornada con figuras talladas en madera: la Virgen, San Francisco, Santa Clara… y una cruz dorada colgada del muro.
Miguel se acercó lentamente. Miró cada figura con desprecio, como si pudiera ver, en cada línea tallada, la hipocresía de las mujeres que dirigían