El viento golpeaba suave contra las ramas de los árboles, moviéndolos con una delicadeza casi irónica para el peso que aquella noche traía consigo. La residencia Salvatore se alzaba firme, elegante, pero no fría. A diferencia de otras mansiones, esta no estaba envuelta en un silencio artificial. La calidez que se percibía en sus pasillos no venía de los muebles, ni de la decoración, sino de los que la habitaban. Leonardo y Alanna.
Eran las 7:42 p. m. cuando el timbre sonó.
La ama de llaves se apresuró a abrir, y al encontrar a la señora Sinisterra en el umbral, no pudo evitar una mueca de sorpresa.
—¿Desea pasar, señora? —preguntó con cortesía.
La mujer, con su abrigo de lana claro y los ojos marcados por la inquietud, asintió sin decir palabra. Había llegado hasta allí impulsada por un presentimiento que ya no podía ignorar. Una verdad que había ardido en su pecho desde aquella noche en el pasillo, cuando escuchó a su hija hablar de vigilancia y eliminación.
Alanna bajaba las escaler