La puerta de la mansión se abrió con un suave clic, y Leonardo Salvatore entró cargando consigo algo más que el peso de su abrigo. Venía acompañado de una energía vibrante, casi eléctrica. Era la primera vez, en mucho tiempo, que sus pasos eran ligeros, seguros, y que su mirada se encendía con una chispa difícil de ignorar.
Cerró la puerta tras de sí con calma, como si no quisiera romper ese momento de satisfacción íntima. En su rostro había una sonrisa indisimulada, una de esas que brotan desde el alma y no pueden ocultarse.
—¿Leonardo? —La voz de Alanna resonó desde el salón, curiosa, suave pero alerta.
Apareció en la entrada del recibidor, con una manta sobre los hombros y una taza de té caliente entre las manos. Al verlo tan distinto, se detuvo unos segundos, sorprendida por la expresión en su rostro.
—¿Qué pasó? —preguntó, alzando una ceja—. Tienes esa cara… como si hubieras ganado la lotería.
Leonardo soltó una leve carcajada, bajando su portafolio al suelo mientras se acercaba