La sala ejecutiva del piso veinte estaba bañada por la luz del sol que se colaba entre las persianas de madera. El aroma a café recién hecho flotaba en el aire, mezclado con la tensión palpable entre padre e hijo.
Alberto Sinisterra observaba su tablet con una sonrisa difícil de disimular. Frente a él, en la gran mesa de roble, los informes financieros del último mes mostraban una recuperación sorpresiva. Los números empezaban a subir. La empresa parecía resucitar lentamente, y todo gracias a un inversor que, desde las sombras, había apostado fuerte por el futuro del imperio Sinisterra.
—Esto… esto es justo lo que necesitábamos —dijo Alberto, con tono triunfal mientras se acomodaba en su silla de cuero negro—. Te lo dije, Miguel. A esta familia no se le entierra tan fácil. Estamos renaciendo, como el ave fénix.
Miguel, sentado frente a él con los brazos cruzados y el ceño fruncido, no compartía el mismo entusiasmo.
—No estoy tan seguro, papá —dijo con voz baja, pero firme—. Este socio