El aroma del mar y del pan recién horneado se mezclaban en el aire cálido que entraba por la ventana. Afuera, Nápoles comenzaba su jornada con el bullicio típico de sus calles: el canto lejano de un acordeonista, los pasos de los transeúntes sobre el adoquín, el sonido de las olas que golpeaban suavemente el malecón.
Alanna despertó de golpe, como si una alarma invisible hubiera estallado en su interior. Se incorporó de la cama, sus ojos buscando con urgencia el reloj en la mesita de noche. Cuando lo encontró, soltó un pequeño grito.
—¡Son más de las diez! —exclamó, su voz cargada de angustia—. ¡Leonardo!
Él, tumbado a su lado, aún con el cabello desordenado y los párpados pesados, la observó como si nada pasara. Una leve sonrisa ladeó su rostro, aún adormecido, y levantó una ceja con calma.
—Buenos días, mi amor.
—¿Buenos días? —repitió ella, sin entender su tranquilidad—. ¿Por qué no me despertaste? ¡Tienes trabajo! ¡Reuniones! ¡La empresa! Leonardo, no podemos seguir aquí como si n