La majestuosa mansión Salvatore brillaba tenuemente bajo los últimos rayos del sol que se desvanecían. Un silencio solemne reinaba en su interior, roto solo por el murmullo del viento entre los árboles del jardín. Pero algo estaba a punto de irrumpir esa aparente paz.
Una elegante limusina negra se detuvo en la entrada. De ella bajó la señora Sinisterra, vestida de manera impecable, pero con los ojos visiblemente hinchados por el llanto contenido. Caminó con pasos temblorosos hasta la gran puerta principal, apretando contra su pecho un pañuelo arrugado que ya había empapado con sus lágrimas más de una vez.
Cuando la mamá de llaves, le abrió la puerta, quedó sorprendida.
—Señora Sinisterra... ¿La esperaban?
—No —dijo ella en voz baja—. Solo... por favor, dile a Alanna que estoy aquí. Que necesito hablar con ella.
La ama de llaves dudó, pero asintió. Subió rápidamente a avisar. Alanna, que estaba en la biblioteca revisando documentos, alzó una ceja al oír el nombre.
—¿Mi madre? ¿Aquí?
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