El eco de los gritos de Allison aún retumbaba en los corredores, pero la sala principal de reuniones ya había recobrado el orden. Las cámaras de vigilancia mostraban su traslado en vivo, en una de las pantallas del salón. Todos miraban con el rostro pálido, los ojos bajos y la garganta seca. Nadie se atrevía a decir una palabra. Nadie osaba moverse.
Leonardo Sinisterra se puso de pie lentamente, alisándose el traje con una calma que solo podía pertenecer a un hombre que había vencido. A su lado, Alanna se incorporó con la misma elegancia feroz, su presencia tan imponente como su mirada.
—Respiren —dijo Leonardo, mientras soltaba el nudo de su corbata con un gesto breve—. Ya terminó.
Alanna exhaló despacio, como si dejara salir años de rabia contenida. Cruzó la mirada con su esposo y asintió.
—Ahora sí —añadió, dirigiéndose al grupo reunido frente a la gran mesa de madera—. Podemos continuar. Todos han sido testigos. Todos han entendido lo que significa desobedecer o traicionar.
Leonar