La sala de juntas estaba vacía ahora. Solo quedaban las palabras que se habían dicho, flotando pesadas en el aire, como puñales suspendidos sobre sus cabezas.
Miguel se dejó caer sobre la silla de cuero con un suspiro amargo. Apoyó los codos en la mesa y se llevó las manos a la cabeza. El eco de la frase de Leonardo aún golpeaba su mente sin piedad:
“Poseo el 65% de esta empresa. El control ya es mío.”
—No puede ser… —murmuró Miguel, más para sí mismo que para su padre—. ¿Cómo… cómo dejamos que esto pasara?
Alberto, de pie junto a la ventana con los brazos cruzados, parecía una estatua de mármol. Pero en su interior, hervía de rabia. Sus ojos, clavados en algún punto invisible del horizonte, ardían de impotencia.
—Nos confiamos —dijo con voz ronca, apenas un susurro—. Nunca imaginé que los accionistas cederían tan fácilmente. Menos aún… que Leonardo se movería con tanta precisión. Fue paciente, calculador. Lo planeó todo.
Miguel levantó la vista, con el ceño fruncido.
—¿Y ahora qué? ¿