El reloj marcaba las 7:12 de la mañana cuando Allison irrumpió en el comedor con su impecable atuendo de oficina, sus tacones resonando con firmeza sobre el mármol, como si cada paso fuese una declaración de autoridad. Se sentó frente a su taza de café y revisó su agenda sin mirar a nadie. A su lado, Alberto hojeaba el periódico, como cada mañana, con gesto severo y pocas ganas de conversación.
La señora Sinisterra, en cambio, permanecía en silencio. Desde que había despertado, sentía en el aire una tensión extraña. Algo flotaba entre los miembros de su familia… y ella lo percibía con el corazón alerta.
Entonces, Miguel apareció por las escaleras. Caminaba despacio, una mano apoyada en la barandilla y la otra sobre su abdomen. Su rostro estaba pálido, su expresión fatigada, los párpados caídos como si no hubiera dormido en días.
—¿Y tú? —preguntó su padre, sin levantar la vista del periódico—. ¿No deberías estar listo ya?
—No voy a ir hoy —dijo Miguel con voz débil, arrastrando las pa