La ciudad dormía bajo un manto de lluvia persistente, pero en la última planta del edificio Salvatore Group, el ambiente era espeso, saturado de silencio y whisky. Leonardo apenas mantenía los ojos abiertos. Su cabeza giraba, su cuerpo parecía pesar toneladas.
La botella de licor estaba vacía sobre el escritorio. La camisa abierta, el cuello húmedo por el sudor frío que cubría su piel. El nudo en su garganta le impedía hablar, y los pensamientos venían como oleadas: desordenados, confusos, borrosos.
—¿Alanna…? —susurró, apenas consciente, imaginando su voz, su perfume. Pero no era ella.
Era Alexa.
Seguía allí. En la penumbra. Observándolo con esa mezcla de deseo y estrategia que la caracterizaba. Había cerrado la puerta tras de sí y dejado su abrigo en el sillón. Ahora se acercaba lentamente, como una cazadora segura de su presa.
—Pobrecito… —murmuró—. No debiste quedarte solo esta noche.
Leonardo intentó incorporarse, pero sus piernas no respondieron. Apenas logró girar el rostro.
—T