Alanna se removió entre las sábanas. La casa estaba en silencio, pero su mente no podía descansar. Cerró los ojos con fuerza, tratando de forzarse al sueño, aunque lo último que deseaba era soñar.
Pero lo hizo.
Y volvió allí.
Al patio interno de la antigua residencia de los Sinisterra. Un lugar que, a pesar de todo, su memoria se negaba a borrar.
El sol era tibio y se colaba entre las ramas de los árboles frondosos. Los pájaros trinaban como en una escena de cuento. En el centro del jardín, un columpio improvisado colgaba de una rama gruesa. En él, una niña de cabello castaño claro y risa chispeante se dejaba empujar por un niño un poco mayor, de rostro travieso y ojos intensos como los de su madre.
—¡Más fuerte, Miguel! ¡Quiero volar más alto! —gritaba la pequeña.
—¡Después no digas que te empujé demasiado! —respondía él, entre risas.
Miguel, su hermano. Su cómplice. Su mejor amigo. Solo le llevaba unos dos años, pero desde que Alanna tuvo memoria, él había estado a su lado: espantan