El silencio era denso, pesado, y lleno de tensiones no resueltas. Alanna permaneció de pie, mirando a Leonardo con una mezcla de enojo, dolor y, al mismo tiempo, una extraña compasión que no podía evitar. Lo había visto caer en una espiral de autodestrucción, pero al final, la fragilidad de su estado le tocó el alma.
Él la miraba, sin poder contener la tristeza que emanaba de cada palabra que había dicho. Y algo en su mirada, esa vulnerabilidad cruda, hizo que el enojo de Alanna se desvaneciera poco a poco, dejando espacio a una sensación más profunda, más humana.
Ella suspiró, se acercó un paso más y, con suavidad, le dijo:
—Subamos juntos. Te ayudaré.
Leonardo la miró sorprendido, confundido. La expresión de sus ojos, turbia por el alcohol, reflejaba lo que parecía una mezcla de incredulidad y esperanza.
—¿Me ayudarás? —preguntó él, como si no pudiera creer lo que escuchaba—. Pero... ¿no te importa que te haya arrastrado a todo esto?
Alanna, a pesar de las heridas que aún no sanaban