El amanecer apenas despuntaba cuando un rayo tímido de luz atravesó la ventana y se posó sobre el rostro de Armyn.
La joven loba pestañeó lentamente, sintiéndose pesada, adolorida… y con un calor residual que aún vibraba bajo su piel.
Giró la cabeza y allí estaba él: Riven, profundamente dormido, respirando con una tranquilidad que contrastaba por completo con el caos que la noche anterior había dejado en su corazón.
Armyn frunció el ceño.
—Riven… —susurró con amargura—. Te odio. Me hiciste caer en tu maldito celo.
Se apartó de él con cuidado, como si tocarlo un segundo más pudiera volver a encender la llama indeseada de la noche.
Caminó hacia el baño con pasos silenciosos, tratando de ignorar la fuerza del vínculo latente que ambos habían despertado sin querer… o quizá sí queriendo.
El agua fría cayó sobre su piel y le arrancó un jadeo. Necesitaba eso: despejar su mente, congelar cualquier rastro del aroma de él.
Cuando terminó, se vistió con ropa sencilla, pero firme, la de una guerr