Al día siguiente
Armyn abrió los ojos de golpe. Su respiración era agitada, y por un momento no supo dónde estaba. La habitación estaba envuelta en una penumbra azulada, iluminada apenas por los rayos de sol que se filtraban entre las cortinas.
Su cuerpo dolía, pero no era dolor físico; era una mezcla de rabia y confusión. Se incorporó lentamente, y cuando giró el rostro, lo vio.
Riven, el Alfa, estaba sentado junto a la cama, con el torso desnudo, el cabello revuelto y los ojos grises fijos en ella.
Había una calma engañosa en su expresión, una serenidad que solo precede a las tormentas.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Armyn con voz temblorosa, retrocediendo instintivamente.
—Vigilo a mi pareja —respondió él con tono bajo, casi un gruñido contenido.
Ella sintió cómo la sangre se le helaba.
Las imágenes de la noche anterior se mezclaron en su mente como un torbellino: la luna llena, el bosque, sus lobos interiores rugiendo al unísono, y ese instante en el que la razón desapareció y solo qu