—¡Amadeo, estás vivo! —la voz de Ricardo se quebró al verlo entrar.
No lo pensó ni un segundo: corrió hacia él y lo abrazó con fuerza, como si quisiera asegurarse de que no era un fantasma, de que realmente había regresado del abismo en el que todos creían que había caído.
Amadeo lo sostuvo, golpeándole la espalda con afecto, y enseguida tomó en brazos a la niña que lloriqueaba entre sollozos de miedo.
Amadeo cargó a la pequeña con ternura, la miró y lamentó que sufriera sin su madre.
—¿Cómo estás? —preguntó con la voz grave, aunque en su mirada se notaba la mezcla de alivio y preocupación.
Ricardo negó con la cabeza, desesperado, los ojos enrojecidos.
—Mal… —dijo, con la garganta estrangulada—. Rebeca… mi madre… ¡Se volvió loca! No le importa nada, ni siquiera la familia. Solo quiere el dinero, Amadeo, esa maldita fortuna que ha envenenado su alma.
Las palabras encendieron la furia en el pecho de Amadeo. Su mandíbula se endureció, sus ojos brillaron como brasas.
—¿Dónde está Dhalia?