Abril corrió con todas sus fuerzas hacia Amadeo, como si sus pies fueran guiados por la esperanza misma.
Sus lágrimas caían descontroladas, empañándole la vista, pero nada podía detenerla.
Cuando lo alcanzó, lo abrazó con la desesperación de quien ha vivido un infierno sin final.
Él la miró con ternura, con esa sonrisa que tantas veces le devolvió la vida, pero pronto sus ojos se nublaron con un dolor contenido.
—¿Por qué ibas a casarte? —su voz tembló, rota, como si no quisiera creer lo que sus ojos acababan de presenciar.
Abril sollozó con tanta fuerza que apenas pudo articular palabras.
—¡Él me obligó…! —dijo entrecortada, sintiendo que el alma se le partía en dos al confesarlo.
Aquella frase, acompañada de las lágrimas que recorrían su rostro, fue como un puñal para Amadeo.
Su mirada ardió de furia. La sangre se le agolpó en las venas y, sin pensarlo, caminó hacia Gregorio con pasos cargados de ira.
El silencio de la sala se rompió con el estruendo de la bofetada que le propinó.
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