Cuando Orlando Solís los vio marcharse, la rabia le recorrió las venas como veneno ardiente.
Cerró los puños hasta que sus nudillos crujieron, el rostro encendido de ira.
No podía permitirlo, no ahora, no después de tanto esfuerzo, de tantas mentiras tejidas para mantener su poder.
—¡Maldita sea! —vociferó, golpeando la mesa con tal fuerza que el cristal de un vaso se quebró—. ¡No puedo dejar que se vaya con él!
Sus ojos brillaban con la desesperación del hombre que siente cómo su mundo se desmorona en segundos.
—Si recibimos el dinero y soy el albacea… es porque Mia Solís está aquí, bajo mi control. —Hablaba consigo mismo, tratando de convencerse, de calmar la ansiedad—. De lo contrario, me lo quitarán todo, me dejarán en la ruina. ¡No lo permitiré!
Con las manos temblorosas, sacó el teléfono de su bolsillo.
Marcó un número conocido, su contacto más sucio, la sombra que lo había sacado de apuros tantas veces.
—Escúchame bien —dijo, con voz ronca—, ellos ya van en carretera. Te pasaré