Gregorio caminaba de un lado a otro en el pasillo del hospital, con el corazón, latiéndole tan fuerte que apenas podía respirar.
Su rostro estaba desencajado, los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—¡¿Dónde está Jessica?! —gritó de pronto, desesperado, como si su voz pudiera traerla de vuelta o darle sentido a lo que estaba ocurriendo.
Su madre estaba sentada en una banca, cabizbaja, sin poder responder.
Esa mujer fingía un falso dolor, pero Gregorio, tan ignorante como siempre, no podía verlo.
Gregorio se acercó a consolar a su abuela, pero antes de poder decir algo más, su abuela lo tomó con fuerza del cuello de la camisa. Sus ojos, usualmente dulces y cansados, ahora eran puro fuego.
—¡¿Por qué le hiciste esto a Abril?! —escupió, temblando de rabia—. ¡Eres tan cruel, Gregorio! ¡Tan egoísta! ¡Ella no merecía nada de esto!
—¡Abuela, por favor…!
Pero no pudo decir más.
Un médico apareció de pronto, interrumpiendo la escena con su bata blanca y rostro serio.
—Tenemos que actuar de inmed