Amadeo bajó del avión con el rostro endurecido por la determinación.
Su silueta imponente descendía lentamente por la escalinata metálica mientras el viento azotaba su abrigo. Se detuvo por un segundo, clavando la mirada en el horizonte, como si el universo entero pudiera escuchar su silenciosa promesa.
Se giró hacia uno de sus hombres y, con voz grave, ordenó:
—Sube al avión. Que nadie note que Amadeo Dubois no va en ese vuelo. ¿Entendido?
El guardia asintió con firmeza.
—Sí, señor.
Y de inmediato, desapareció en el interior de la aeronave.
Amadeo continuó bajando.
Sus pisadas resonaban con fuerza en el suelo de la pista privada mientras sus escoltas lo seguían de cerca.
En cuanto puso pie firme en tierra, se detuvo, sacó su teléfono, lo apretó con rabia y giró el rostro hacia su equipo.
—¡Encuentren a Abril! ¡Encuentren a mi mujer ahora mismo! —rugió con la desesperación contenida de un hombre que acaba de recibir un golpe al alma.
Sus hombres no dudaron. Salieron corriendo, dispers