Un video nítido, con imagen impecable y audio claro como el cristal, resonaba en el silencio tenso del despacho. Cada palabra que salía de los altavoces parecía retumbar en las paredes y clavarse en el pecho de quienes estaban presentes.
Los ojos de Amancio se abrieron desmesuradamente cuando reconoció el rostro en la pantalla: Benjamín. Allí estaba, en esa oficina, moviéndose con una seguridad arrogante que helaba la sangre.
En la grabación, Benjamín lanzaba un grueso fajo de billetes sobre el escritorio. El sonido seco de los billetes golpeando la madera se escuchó con una claridad que erizaba la piel.
—Cambia los resultados de ADN de Amadeo Dubois —ordenó con voz firme y gélida—. El resultado debe ser negativo.
Del otro lado, el hombre frente a él se tensó. Tragó saliva, sus manos temblaban sobre el escritorio.
—¡Es imposible, señor! Eso es un delito… —su voz tenía un filo de miedo.
Benjamín no se inmutó. Con una calma calculada, colocó sobre la mesa varias fotografías. El golpe d