—¡Quédate con ella! O con cualquier otra mujerzuela que se te cruce por delante. Pero a mí… ¡A mí jamás me tendrás! —espetó con voz quebrada—. Yo tampoco te quiero… y nunca, nunca lo haré.
Dhalia giró sobre sus talones y se marchó, con pasos apresurados, dejando atrás el eco de su propia valentía. Cada palabra había salido ardiendo de su garganta, pero ni siquiera esa explosión de orgullo le calmaba el alma.
Le dolía. Le dolía más de lo que quería admitir.
Él se quedó quieto, atónito. De todas las reacciones posibles, esa era la última que esperaba.
Dhalia siempre le había parecido sumisa, dócil, fácil de controlar… pero esta vez, no.
Esta vez había fuego en su voz. Había dignidad.
Ella se alejó por el largo pasillo hacia la cubierta, tropezando con sus propios pasos, como si el suelo también quisiera detenerla.
Tenía los ojos cubiertos de lágrimas, y por dentro, el corazón desgarrado. Llevó las manos temblorosas hacia su vientre.
—Mi bebé… —susurró, con un sollozo que le cortó el alie