—¡¡Abuela!! —exclamó Gregorio, con la voz quebrada, como si esa única palabra pudiera detener lo inevitable.
—¡Vete ahora mismo de aquí! —gritó ella, con los ojos enrojecidos por la ira y el dolor, apuntándolo con el dedo tembloroso—. Ya obtuviste lo que querías de nosotros, ¿verdad? ¡El dinero! ¡La presidencia! ¡El poder! Pues quédate con todo eso… porque ya no tienes una familia. Ya no eres nuestro nieto. ¡Para nosotros estás muerto, Gregorio!
—¡Abuela, por favor! ¡Escúchame! —rogó él, dando un paso hacia ella con desesperación.
—¡No! ¡Vete! ¡Te lo suplico antes de que te maldiga con esta misma boca que te dio la bienvenida al mundo! ¡Lárgate!
Gregorio no pudo decir nada más. Algo en su pecho se rompió. La miró con lágrimas que se negaban a caer, con una dignidad herida y el alma hecha trizas.
Jessica y su madre lo tomaron del brazo, lo rodearon con silencio, y los tres se alejaron sin volver la vista atrás.
***
Muy lejos de allí, en la lujosa, pero sombría Mansión Dubois, todo era s