—¡No! —lloró con desesperación—. ¡Por favor, no lo mates! ¡No lo mates! Yo tampoco quería esto… ¡Fui obligada! Me drogaron, me usaron… yo no quise… ¡No lo quise!
Las palabras le temblaban en los labios, su voz era un eco de dolor.
Ricardo la miró en silencio, clavando sus ojos en los de ella. Algo en su rostro cambió. Se inclinó, tomó su barbilla con suavidad, con una duda que lo desgarraba por dentro.
La miró. Y supo que no mentía.
—¿Es cierto…? —susurró.
Ella asintió, mientras las lágrimas corrían como ríos por su rostro.
—Entonces… no mataré al bebé —murmuró él, cerrando los ojos con rabia contenida—. Está bien. Pero escúchame, Dhalia… No te hagas ilusiones. Quizás nunca podré amarte. Lo que siento por ti está manchado de odio, de traición… de culpa.
Ella lo miró, con el corazón destrozado.
—No lo necesito —dijo, con una dignidad que dolía—. Porque yo tampoco te amaré.
Durante unos segundos eternos, sus miradas se mantuvieron fijas.
Y entonces algo crujió dentro de Ricardo. Tal vez