—Ella siempre te odió —continuó Ricardo, con voz rota—. Te culpa por todo, por su infelicidad, por la atención de papá… por no ser como yo. Y yo… fui demasiado cobarde para detenerla.
Amadeo dio un paso atrás, como si esas revelaciones le hubieran arrancado el suelo bajo los pies.
La imagen de Rebeca, la mujer a quien llamaba madre, porque lo salvó ese día en el mar cuando casi morí, se formó en su mente: su sonrisa, sus abrazos, su mirada. ¿Acaso era un amor fingido? No era su hijo, pero ¿Por qué se esforzaba tanto en decirlo? Alguien mentía y Amadeo no pudo preverlo.
—Dios mío… —susurró, y una sombra de dolor atravesó su rostro—. Eres tan asqueroso para incluso inculpar a tu propia madre.
Ricardo intentó acercarse.
—Amadeo, por favor, tienes que creerme…
Pero Amadeo alzó una mano, firme, temblorosa, con los ojos húmedos de rabia contenida.
—¡No te acerques! —gruñó, con la voz quebrada—. ¡No después de esto! Porque no te creo, entonces, dices que tu madre intentó matarme, y te acusó,